La comida fue ligera. Había llegado a casa con hambre debido a la frustración de la mañana y hubiera preferido otro tipo de alimento, pero no estaba en posición de elegir nada. Todos los planes que había hecho se le habían ido trastocando uno por uno y el cielo no auguraba que la cosa fuera a mejorar por la tarde, así que agarró la cuchara y, sin rechistar, se comió la novedosa sopa, los filetes y la fruta.
Al terminar trató de mirar el correo y, ¡sorpresa!, el ordenador no le cargaba el sistema operativo. Estaba claro que no era su día.
Llegó la hora de partir de nuevo a trabajar, y esta vez sin ninguna tarea que realizar, esperaba una larga tarde por delante. Y el lo sabía, pero se consolaba a si mismo pensando en los 5 segundos que iba a poder vislumbrar a su amada.
Como era de esperar, dado que no había cogido el paraguas, al llegar al primer cruce empezó a llover. Primero eran unas pocas gotas que ni siquiera molestaban, pero en pocos minutos caía una auténtica tromba de agua.
Cuando por fin llegó al despacho, estaba calado hasta los huesos y al entrar, su paraguas, el mismo que había dejado allí al irse unas horas antes, se calló al suelo como diciendo “te lo dije”. Se sentó en su silla y encendió el ordenador del trabajo, “Vaya, este si funciona” pensó él con cara de frustración.
Pasó el tiempo, lento, pesado, casi agónico. Montones de webs pasaban ante sus ojos sin producirle ningún estímulo intelectual. No podía dejar de juzgarse a si mismo, analizar situaciones, tratar de resolver ecuaciones sin solución del gran problema que es la vida.
Era la hora indicada. La hora en que la chica que poblaba sus más preciados sueños iba a pasar por una zona que estaba a su alcance, a escasos 100 metros. Se dirigió hacia allí algo más animado y con unas cuantas excusas preparadas porque la gente ya empezaba a hacer preguntas un tanto incómodas.
No se sentía muy orgulloso de lo que hacía, pero sabía que era la única forma de verla, de saludar y, si había suerte, ganarse una sonrisa de sus hermosos labios. No era capaz de ser más directo para no tener que provocar el encuentro, era su forma de ser, no le gustaba pero no podía evitarlo.
Llegó a la zona más propicia para un encuentro y allí se quedó, esperando. Pasaron por delante algunos antiguos compañeros a los que saludó y habló con ellos un par de minutos, así la espera no sería tan larga.
Pero el ansiado momento no llegó, había pasado demasiado tiempo y ella no había aparecido por allí. Cabizbajo emprendió el camino de regreso al despacho, abatido por el nuevo golpe que había recibido.
A medio camino, un escalofrío, una corazonada, una sensación extraña le hizo darse la vuelta, y la vio a lo lejos, saliendo del aparcamiento, con cara de llegar tarde y bastante prisa. Se dirigió hacía ella para poder contemplarla un momento más y entonces ella se giró hacía él, le vio y detuvo su carrera.
Sus ojos se cruzaron, conectaron. Ella sonrió feliz, él quedó petrificado, hipnotizado por la belleza de su rostro y por esa sonrisa que tanto ansiaba ver. No era capaz de pensar en nada aunque todo el caos del universo estaba en su cabeza. Una idea, un pensamiento empezó a distinguirse y a sobresalir sobre los demás. “¿Qué harías si este fuera tu último día?”
Lo tenía claro, sabía la respuesta a esa pregunta y con una extraña determinación se dirigió hacia ella. Justo cuando de sus labios iba a salir un tímido saludo quedaron sellados por los de él. Se fundieron en un cálido beso que ninguno de los dos sería capaz de olvidar.
Autor: Enrique Vázquez de Luis
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