Esa noche Alberto se había quedado a trabajar hasta muy tarde, era demasiado responsable como para dejar cabos sueltos y quería dejar todos sus trabajos dispuestos y bien explicados para que quien ocupara su puesto pudiera seguir exactamente donde él lo dejó.
El día anterior había tomado la determinación de acabar con todo de una vez y para siempre, puede que fuera una decisión cobarde o egoísta ya que su vida, aparentemente, no era tan mala como podía ser la de otras personas, pero ya no sentía que pudiera aportarle nada al mundo, y mucho menos que el mundo pudiera aportarle a él algo que no fueran palos y decepciones. Así que tomó esa decisión en firme.
Sólo se fue a la cama cuando dejó escrita una enorme parrafada en la que explicaba su decisión a las pocas personas que pudieran lamentar su pérdida. De hecho Alberto estaba convencido que, pasadas dos o tres semanas a nadie más volvería a importarle ese acto.
Y ahora, ya termina de recoger sus cosas, despacio, con una tranquilidad increíble dada la situación y con un solo lamento en la cabeza. No haber podido ver a Irene por última vez antes de que su conciencia se diluya para siempre en la inmensidad del universo.
Irene es la razón por la que Alberto ha aguantado un tiempo extra entre los vivos. La sola esperanza de vislumbrar su morena melena a través de una esquina, cruzar una mirada y recibir una sonrisa era motivo suficiente para un día más.
Nunca llegaron a tener nada, Alberto lo soñaba a cada instante, pero sabía muy bien que su sitio no era ese y, además, ¿qué iba a ver ella en alguien como él? Se hacía esa pregunta una y otra vez. Hasta que un día, simplemente, dejó de hacérsela. Aceptó que ella nunca iba a fijarse en él en ese sentido, y se limitó a resultar una agradable compañía si tenía la suerte de pasar con ella unos minutos.
Por fin, apagó la pantalla del ordenador, dejó el ratón bien colocado, se puso la chaqueta y salió por la puerta de su despacho. Dejó cerrado con llave ya que, aunque no le importaba que alguien no autorizado pudiera entrar, era un hombre de costumbres. Encaró el largo pasillo hasta las escaleras de entrada con una parsimonia difícil de explicar. Normalmente recorría ese pasillo con prisas, pero hoy no, hoy quería fijarse en cada rincón del mismo.
Le gustaba ese edificio, le parecía que tenía el equilibrio justo entre funcionalidad y modernidad y por eso le gustaba trabajar allí. Llegó al ascensor pero decidió bajar por las escaleras, al fin y al cabo, sólo había un piso. Ya en el vestíbulo se despidió del conserje con un gesto, como cada día y encaró el camino de regreso a casa.
De camino, como no podía ser de otra manera, soñaba con esos preciosos ojos marrones que le quitaban el sueño, lamentaba no volver a verlos mientras entraba en la remodelada plazuela que atravesaba al menos dos veces al día.
Las obras en la plazuela habían durado varios meses, varios meses en los que era un jaleo atravesar por ella pero hacía una semana que la habían terminado y reinaugurado y, había que reconocer que la habían dejado bonita y bien hecha. Habían traído flores de muchos lugares del mundo y formaban un mosaico de vivos colores tan hermoso que había que inmortalizar.
Alberto sacó su cámara del bolsillo y enfocó al jardín. Tomó la foto y cuando fue a comprobar qué tal había quedado se quedó mudo de la impresión. Allí estaba Irene, un poco cabizbaja y con la mirada perdida, pero tan preciosa como siempre. Las flores no le hacían justicia a su belleza pero creaban el marco perfecto.
Por supuesto, el flash la alertó y se giró hacía dónde estaba Alberto. Esbozó una tímida sonrisa y le saludó.
- Hola Al.
- Ho...Hola Irene ¿Qué tal?
- Bien ¿y tu?, que hace mucho que no nos vemos.
- Si, es cierto. Pues bien, un poco cansado del trabajo pero ya ves qué horas. ¿Qué? ¿Subes hacía casa?
- La verdad es que si.
- Pues te acompaño, si no es molestia claro, que llevamos la misma dirección.
- Vale.
Ambos esbozaron una sonrisa y tras un segundo en el que no pudieron apartar la mirada el uno del otro Irene se giró, y ambos empezaron a caminar.
- ¿Te apetece tomar algo? - Preguntó Alberto tímidamente, nunca se había atrevido a nada semejante pero, ¿acaso tenía algo de qué preocuparse? No era más que una forma amistosa de disfrutar de su compañía unos minutos más.
- No, la verdad es que no me apetece mucho, estoy algo cansada. Pero gracias de todas formas.
Alberto sintió como si una losa de realidad le aplastara contra el suelo. Bastante suerte había sido ya encontrarse con ella, la realidad volvía a demostrarle que no podía aportarle nada, ni siquiera como amigo, al fin y al cabo ¿quién era él?
- Y... ¿Cómo no pasaste el otro día? Me dijeron que estabas muy ocupado pero a mi eso me suena a excusa barata ¿eh? - Bromeó ella tras unos instantes de silencio.
- Pues... - Sonrió sin saber muy bien por qué. - La verdad es que no me encontraba muy bien y no quería ser una molestia.
- Tu nunca molestas.
- Bueno, tengo mis dudas al respecto de esa afirmación.
Parecía que el ambiente se relajaba otra vez un poco y llegó otro de esos silencios que nadie sabe muy bien cómo romper. En este caso fue Alberto quien lo rompió, lo cierto es que no la veía tan bien como de costumbre y no podía contenerse a preguntar.
- Oye Irene, a lo mejor me estoy metiendo dónde no me llaman o algo pero ¿estás bien? Te noto un poco cabizbaja y triste y... no se... me preocupa.
- Que majo... No te preocupes, estoy bien, ya te he dicho que solo estoy un poco cansada – Mintió ella, forzando una sonrisa que se veía falsa a la legua.
- Bueno, pero sabes que puedes hablar conmigo de lo que quieras,
- Pues, la verdad es que yo tampoco estuve mucho rato el otro día. - Cambió ella de tema. - Antonio y estos si que se quedaron más rato pero a mi me dolía un poco la cabeza y me fui para casa.
- Vaya, por cierto, ¿qué tal con Antonio? - Preguntó Alberto, no sin cierto dolor.
Antonio era una reciente incorporación al “grupo”. Realmente no pegaba nada con el resto de integrantes. Era el típico creído, sin oficio ni beneficio que coleccionaba mujeres de cada sitio al que iba. E, Irene, era la última adquisición de esa colección.
Todos sabían que había algo entre ellos. Realmente nadie lo entendía, porque Irene nunca había sido de ese tipo de chicos, pero lo que estaba claro era que quien la besaba era Antonio.
- Bien... - Y mientras respondía una pequeña, casi imperceptible lágrima recorrió su mejilla.
- Irene, ¿Estás bien? - Alberto se había plantado delante de ella y, con una suave caricia retiró la lágrima de su trayectoria hacia el suelo. Nunca antes la había tocado, al menos no de esa forma, pero eso es algo que ni se planteó. - Ahora si que no voy a aceptar un “no” por respuesta, vamos a tomar un té... ahí mismo.
- No, si estoy bie... Está bien, vamos.
Entraron en una cafetería y se sentaron.
- Y ahora que estamos más tranquilos, me vas a contar qué ocurre. Se que no so
- No ocurre nada Al – Le interrumpió ella. - Al menos nada que deba preocuparle a nadie.
- Pues a mi me preocupa y lo siento pero no me voy a ir de aquí hasta que no te desahogues.
- No se qué estoy haciendo con mi vida, últimamente no hago más que dar tumbos sin saber muy bien por qué tomo las decisiones que tomo. Lo de Antonio, por ejemplo, ni siquiera me gusta, no se por qué estoy con él. Supongo que después de... bueno ya sabes, necesitaba algo diferente y... Joder ¿qué he hecho?
- Escúchame Irene, todos cometemos errores en la vida, la cosa es saber reconocerlos, aprender de ellos y seguir hacía delante. Se que has pasado una época muy mala pero tienes muchos motivos para sentirte orgullosa de ti misma. Eres inteligente, guapa, estar a tu lado es todo un privilegio. Deberías estar muy orgullosa de ti misma.
- Gracias, de verdad, tus palabras me levantan un poco el ánimo. Aunque no me creo ni la mitad ¿eh? - Bromeó Irene.
- Al menos te has reído, pero que sepas que todo es verdad, palabrita de Niño Jesús.
Pasaron horas hablando, comentado cosas sin importancia o arreglando el mundo, pero sobre todo tratando de que Irene se mantuviera alejada de sus pensamientos negativos.
Al llegar la hora del cierre, se dieron por aludidos y salieron de la cafetería, riendo como dos colegiales, habían estado poniendo verdes a unos y a otros y ya se sabe lo que divierte eso.
- Bueno, supongo que aquí nos separamos
- ¿Qué clase de caballero sería yo si no acompañara a tan bella dama hasta el portal? - Comentó Alberto
- Pues uno muy malo – Contestó Irene que deseaba que esa noche no terminara nunca.
Compartieron camino hasta el portal de ella, dónde, a medida que se acercaban, el tono se iba volviendo más serio y apesadumbrado de nuevo.
- Creo que ahora si que debo marcharme, es tarde y debes descansar.
- Estas hecho todo un caballero, me extraña mucho que no tengas que quitarte a las “damas” con spray
- Ellas se lo pierden – Alberto forzó una sonrisa en ese instante, pues no era un tema que le gustara demasiado, pero no quería estropear la noche perfecta.
- Desde luego. Pero si, tienes razón, ya es muy tarde.
- Pues...hasta pronto... espero. Cuidate y recuerda lo mucho que vales.
- Lo haré, descuida. Y tu ve rápido a casa ¿eh? que tienes que descansar también. Hasta luego
Alberto se dispuso a dar la vuelta y encaminar sus pasos hacía su casa cuando notó que Irene le sostenía del brazo.
- Espera Al.
Sus miradas se encontraron, el tiempo se detuvo, no hacía falta decir nada. Estaban viviendo uno de esos momentos que sólo ocurren en las novelas de fantasía. Ambos habían leído muchas novelas y sabían lo que iba a ocurrir a continuación. Irene fue acercando sus labios a los de él, completamente entregada. La distancia ya era tan corta que podían sentir la respiración del otro cuando Alberto detuvo a Irene poniendo un dedo en sus húmedos labios.
- No puedo hacerlo Irene, así no.
- Pe... pero Alberto – Avergonzada se alejó de él y bajó la vista – No tenía que haber hecho nada, soy tonta.
- No Irene, no lo entiendes – Dijo Alberto sujetando su mano – Yo... yo te amo, te amo más de lo que nunca imaginé que se pudiera amar a nadie. He soñado este beso millones de veces. En miles de ocasiones he imaginado este momento de muy diversas formas. No hay nada que desee más en el mundo que fundirme en un beso contigo. Pero hoy... no es el momento. Estas triste y no me gustaría que mañana te arrepintieras de este momento. No quiero aprovecharme de tu debilidad.
Él también bajó la cabeza, odiándose cada vez más.
- Puede que tengas razón, caballeroso hasta en esto. Creo que me subo ya. Adios.
Irene entró en el portal, veloz como un rayo mientras Alberto se quedaba ahí plantado, sin poder moverse, solo pensando “caballeroso no, imbécil...”.
Por fin consiguió fuerzas para emprender el camino de regreso a casa. Un camino amargo e hiriente, a cada paso que daba iba sintiendo más ira contra si mismo y más tristeza. Golpeando las paredes hasta hacer sangrar sus nudillos, el dolor físico le permitía no pensar unos segundos.
Ya en casa, fue derecho a su habitación, donde lo había dejado todo preparado esa mañana. Cogió la nota y la releyó varias veces, pensando. No aguantaba más, nunca se había odiado tantísimo como esa noche, nunca había tenido tantas ganas de desaparecer, pero no podía hacerle eso a Irene. Puede que le volviera a necesitar según estaba y, además, hacerlo esa noche implicaría que ella se sintiera eternamente culpable y bajo ningún concepto quería cargarle con ese peso.
Así que rompió la nota y decidió esperar unos días más, al fin y al cabo podía hacerlo cuando quisiera.
Pasaron varios días, puede que incluso semanas, aburridos, monótonos y, sobre todo, muy largos. Alberto sólo fue capaz de sobrellevarlos por el recuerdo de aquella noche y por los mismos motivos que retrasó su final.
No había tenido ninguna noticia de Irene desde entonces. Si sabía que estaba bien y que había su vida de una manera absolutamente normal. Pero él no la había visto y no habían vuelto a contactar. Cada día estaba más convencido de que no volvería a tener noticias suyas y que había desperdiciado la única oportunidad de probar el sabor de un beso de sus labios. Pero en el fondo no se arrepentía de su decisión, no podía cambiar como era y en su moral no entraba aprovecharse de esos momentos.
Esa mañana no había tenido mucho trabajo, la verdad es que estaba todo muy parado por líos de presupuestos y no había mucho que hacer, con lo que el tiempo en el despacho Alberlo lo pasaba perdido por los mundos de internet. Entonces vio llegar un correo, un correo sin asunto y cuyo usuario remitente era “irenecc”. No había duda, era ella, pero en la cabeza de Alberto no encajaba esa posibilidad, al fin y al cabo él nunca le había dado su correo, y mucho menos al que le había llegado el mensaje.
- ¿Cómo ha conseguido esta dirección? - Pensó Alberto. - Y lo más importante, ¿por qué?
Al final consiguió atinar con el ratón a abrir el mensaje, que se componía sólo de dos palabras:
Te quiero