sábado, 15 de diciembre de 2012

Solo un posible fin del mundo


Estaba anocheciendo sobre Chichén Itzá pocas horas quedaban de luz y la serpiente debía ascender por sus escaleras una última vez. Pero eso no ocurrió. Tal como se había predicho miles de años atrás, ese atardecer la serpiente no se posó en la interminable escalera. Algo no iba bien. El sol estaba a punto de desaparecer en el horizonte y ya no había duda, el final estaba cerca.
En ese instante, en ese preciso instante las histonas del planeta dejaron de cumplir su función principal, empaquetar la cromatina. El efecto no se hizo esperar. El núcleo de cada célula eucariota del planeta comenzó a desestabilizarse. El ADN, comenzó a desenllorarse sin control.
Las hebras se retorcían, enredaban y quebraban. Pero eso no era el mayor problema, la membrana nuclear, incapaz de contener el ADN sin el empaquetamiento adecuado, cedió dando paso a una expansión descontrolada de su contenido.
Las cadenas de desoxirribonucleótidos inundaron el citoplasma, empujando a los orgánulos contra la membrana plasmática o pared celular, según el caso. Todas y cada una de las estructuras internas de la célula se vieron destruidas, por la presión ejercida contra ellas.
Y por último, la membrana cedió, incapaz de contener los filamentos con lo que fueron las órdenes para la vida. Pero ese concepto ya carecía de significado, al menos para cualquier organismo que necesitara empaquetar su carga genética. Las primeras en explotar fueron las células carentes de pared, pero estas últimas no tardaron en seguirlas.
Todo el planeta de inundó, de repente, de las sustancias que segundos antes habían sido los organismos que lo poblaban. No quedaron plantas ni animales, sólo un yermo planeta, frío, inhóspito... vacío.

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